Actualizado Martes,
26
septiembre
2023

00:07

Quién. Marc Dutroux, el asesino y pederasta más odiado de la historia de Bélgica, secuestró, torturó, violó, grabó y mató a seis niñas y adolescentes a mediados de los años 90.

Qué. Las autoridades belgas han derribado varias de sus propiedades, donde cometió los crímenes y enterró los cuerpos. Sobre las ruinas de su casa de Marcinelle se ha levantado ahora un jardín, blanco y verde, con un mural en homenaje a Julie y Melissa.

Es un jardín. Un pequeño jardín, muy sencillo, minimalista, elevado unos metros por encima de la calle, una avenida cualquiera en un barrio cualquiera de la triste villa de Marcinelle, a dos pasos de Charleroi. Está junto a las vías del tren, en una esquina entre casas de tres alturas, ladrillo y asfalto. Unos pocos metros verdes esperanza, con dos o tres árboles, unas flores y un enorme muro blanco en el que destaca, hiriente, el fresco gigante de una cría jugando con una cometa. Lo inauguraron hace unos días bautizándolo Entre el cielo y la tierra, pero sabiendo lo que es, lo que fue, es difícil no pensar en ese santuario como el paso Entre el cielo y el infierno.

El 24 de junio de 1995, Julie Lejeune y Melissa Russo, dos niñas de apenas ocho años, fueron secuestradas por Marc Dutroux y encerradas en un zulo en una de sus propiedades. Dutroux, el nombre que para siempre estará asociado en Bélgica al mal absoluto, era un delincuente conocido que logró retorcer los torcidos renglones de la administración belga para cobrar una pensión por incapacidad mientras robaba coches y vendía drogas. Era un enfermo, un depravado, un narcisista, un psicópata, un maltratador y manipulador, un desgraciado que abusó y violó a las niñas, que grabó todo tipo de vídeos pornográficos y que no tuvo problema, junto a su mujer, cómplice, en dejarlas morir de hambre antes que confesar.

En esa casa de Marcinelle, Dutroux y otro de sus compinches habían construido y aprovechado un zulo. Apenas dos metros de largo, uno de ancho y poco más de metro y medio de alto. Bien resguardado tras una librería y una puerta de cientos de kilos. Allí retuvo, torturó y dejó morir a las dos niñas, dos de sus víctimas, ni las primeras ni las últimas, pero sí las más jóvenes. Dos niñas que se dejaron la voz pidiendo auxilio, a las que incluso la Policía escuchó durante un registro, sin llegar a enterarse de lo que pasaba.

Esa esquina ha quedado maldita desde entonces, es donde murió Dios y nació la rabia de una nación. La vivienda fue derruida, como las otras donde perpetró sus crímenes y enterró a las víctimas, pero las familias querían un recuerdo, para que la historia no olvide a sus hijas, pero también para que la ciudad, el país, no intente olvidar su historia. Sobre las ruinas del zulo se ha construido ahora el jardín, bañado de luz frente al recuerdo de la oscuridad, pero preservando la cave, el sótano típico de las viviendas belgas. Allí ocurrió lo impensable y no hay destrucción que pueda borrarlo.

El acto de inauguración fue discreto, enormemente triste. Apenas tres decenas de personas en unas sillas frente al jardín. Todo en silencio y de blanco, como no podía ser de otra forma. Blanca fue la marcha que en 1996 sacudió el país como nunca antes. Cientos de miles de personas marchando juntas, de blanco, sin eslóganes, sin gritos. Sólo aplausos, silencio, amargura y mucho dolor. «Hablando con los padres decidimos que este lugar debía estar bañado de luz. Tenía que ser blanco, según ellos, era el color que mejor representaba este trágico acontecimiento», explica Georgios Maïllis, el arquitecto encargado de levantar esperanza sobre las ruinas del infierno.

«Esto es ser hombre: horror a manos llenas / Ser -y no ser- eternos, fugitivos / ¡Ángel con grandes alas de cadenas!», escribió Blas de Otero. Esto es el horror a manos llenas, una niña, sola, jugando con una cometa. Dos niñas, totalmente solas, que únicamente querían seguir jugando.

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